miércoles, 29 de febrero de 2012

Darme por ahí.

Romper una letra, escribirla. Mirar alrededor y sólo tener tiempo para eso. Que llueva tras los cristales, que truenen mis entrañas; da igual, voy a seguir en mis quince.
Desaparece todo, me quedo yo y mi ego. Sólo sé que existo y mientras exista la tinta correrá, manchará el papel e intentará transcribir símbolos de una lengua extraña que nada más que el conoce el hombre.
Los dedos tiritan. Mis ojos se cierran. De pronto, ráfagas de hielo verde y azul hacen que tiemble de temor ante algo que olvidé. Las memorias de mi consciente quedan aparcadas en el fondo del salón y bajo el iceberg, surgen extrañas sombras que rememoran a los fantasmas del pasado.
Que en muchas ocasiones piense en escribir pero escriba sin pensar no justifica para nada que lo que diga no me pertenezca o que sólo sean simples ambigüedades inconexas. Es mío y por el hecho de serlo ya debe ser valorado. ¿Por qué? Simplemente, porque soy humano y porque sin eso sería nada más que hueso, carne y pellejo.

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